Primeros capítulos

El encuentro

Conocí a Blanca Idoia una calurosa noche de agosto. Éramos dos extraños en el bar de un marchito hotel que había visto tiempos mejores. Yo estaba de paso y ella había venido a tomarse una copa, y en un arrinconado tocadiscos, Julie London susurraba «Cry me a river» con la melancolía agarrada a la garganta.

Me acerqué a la barra y la invité a otro de lo que estuviera tomando, pero apenas insinuó una inclinación de cabeza y siguió con la mirada perdida en las botellas de las estanterías. Estudiando su reflejo en el espejo que teníamos enfrente, observé que se trataba una mujer joven y atractiva, de pelo rubio cortado a la altura de los hombros, y unos ojos castaños que emanaban un dolor extraño y lejano, que parecían buscar algo más allá de las paredes de aquel bar. Estábamos sentados en sendos taburetes a escasamente dos palmos el uno del otro, pero en realidad ella deambulaba más allá de mi alcance, y yo me sentía como un náufrago que ve alejarse una vela sobre el horizonte.

Resignado, apuré mi cerveza ante la mirada compasiva del camarero, dejé un par de billetes sobre la barra y, en silencio, me levanté de mi asiento.

–Gracias por la copa –murmuró entonces, con voz cansada.

Sorprendido, me giré y vi sus ojos en el espejo clavados en mí.

–De nada –repuse, y le ofrecí la mano–. Me llamo Fernando.

Ella giró en su taburete y, tras estudiarme por unos segundos con el mismo hastío que parecía impregnar cada una de sus acciones, estrechó mi mano con indiferencia.

–Yo soy Blanca –se presentó, y como si de un ritual a completar se tratara, me preguntó de dónde era.

–De Barcelona –contesté.

–¿Y qué te trae por aquí?

–Yo iba a hacerte la misma pregunta.

Guardó silencio parpadeando un par de veces, amagando con dejar ahí la conversación.

–Soy escritor –claudiqué, temiendo que me diera la espalda de nuevo–. He venido a buscar ideas para una nueva novela.

–¿Escritor? –repitió con súbito interés.

–Pues… sí.

–Un novelista en busca de su novela –masculló. Se giró de nuevo hacia la barra esbozando una sonrisa amarga, llevándose el vaso a la boca–. ¿Te gustaría escuchar una buena historia …una historia auténtica, para tu libro?

–Claro –afirmé, acomodando el codo en la barra.

–Pues escúchame con atención –dijo entonces, acercando su rostro y bajando la voz–, porque te voy a contar algo que sucedió no hace mucho en el corazón de África. Una verdadera historia de amor, de dolor, de… –Se quedó en silencio, de nuevo con la mirada perdida y la inacabada frase suspendida en el limbo de las palabras que se resisten a ser compartidas–. Una historia real –concluyó al tiempo que me tomaba la mano– que a veces no parece serlo. Voy a contarte mi historia.

Y Blanca me contó su historia. La más extraordinaria que he oído jamás.

Yo me he limitado a transcribirla palabra por palabra, tal y como ella me la narró. Tan sólo he sido el simple e hipnotizado taquígrafo de este increíble relato. Sólo soy un eslabón; del mismo modo que usted, cuando llegue a la última página de este libro, se convertirá en otro eslabón de esta misma cadena. Un paso más de un arduo camino que sólo el tiempo revelará dónde nos acaba llevando.


Capítulo 1

–¡Doña Margarita! ¡Ya estoy de vuelta! –exclamé mientras abría la puerta de madera pintada de azul cielo.

–¿Doña Margarita? –inquirí, al no escuchar la acostumbrada bienvenida.

Dejé mi pequeña mochila en el suelo y me asomé a la cocina, confiada en encontrarla, como cada día, enfrascada en sus guisos y fritangas de pescado.

–¿Doña Margarita? –pregunté de nuevo, algo más intrigada al no encontrarla allí por primera vez en casi dos meses–. ¿Dónde está?

Me asomé al retrete, que estaba apartado unos metros de la casa. Allí sólo encontré a la peluda tarántula que, como de costumbre, decoraba la blanca pared y a la que familiarmente había bautizado como Matilde. Por último, me asomé al pequeño huerto de la parte de atrás y regresé a la casa, entrando en la única estancia en la que no había mirado. Y allí estaba. En penumbras, desmadejada en la cama, con su viejo camisón de dormir pegado al cuerpo, por culpa del sudor que también se extendía como una mancha sobre las sábanas.

Alarmada, abrí la ventana. Las miles de gotitas de sudor que perlaban su piel oscura reflejaron la luz de la tarde, y los ojos de la mujer se entreabrieron en un esfuerzo sobrehumano para un cuerpo tan delgado y cansado de demasiados años difíciles.

–Blanca… –apenas logró articular.

–Sí, doña Margarita. Aquí estoy. –Le tomé la mano y traté de mantener la calma–. ¿Qué le sucede?

La anciana esbozó una sonrisa, pero el dolor le impidió terminar el gesto.

–Me muero –gimoteó.

–¡De ningún modo! ¡No diga eso! –protesté sin pensar–. Enseguida la subo al jeep y la llevo al hospital de Malabo.

Le puse la mano en la frente para comprobar la temperatura, y tuve que morderme el labio para no componer una mueca de horror al advertir que estaba ardiendo de fiebre.

–Está sufriendo un ataque de malaria. Le bajaré la temperatura en la ducha y luego nos vamos corriendo al hospital.

La tomé en brazos, sorprendiéndome de su ligereza. Era como cargar una niña. Siempre la había visto muy flaca, pero al percibir bajo su camisón el tacto de su columna y sus costillas sobresaliendo de la piel, fui consciente de lo enfermizo de su delgadez.

–No se preocupe doña Margarita, se va a poner bien –me decía a mi misma más que a ella, mientras la señora se dejaba llevar como un pajarillo agonizante.

La metí en la ducha y, estúpidamente, giré la llave del agua. Hacía décadas que no había agua corriente en el país, y menos allí, en un pequeño pueblo de pescadores. Dejé a la señora sentada en el suelo de la ducha y con la espalda apoyada en la pared, casi incapaz de mantenerse erguida. Me acerqué al enorme bidón de plástico azul donde almacenábamos el agua. Tomé un pequeño barreño del suelo, lo llené de agua y empecé a dejarla caer delicadamente sobre su cabeza y su cuerpo intentando inútilmente hacer descender algún grado de fiebre.

La pobre mujer emitía débiles quejidos, pero era incapaz de articular palabra alguna o realizar el menor movimiento. Inerme se dejaba hacer, quizá consciente de que su vida ya no se hallaba en sus manos.

No sabría decir cuánto tiempo estuvimos así: ella derrumbada en el suelo de la ducha y yo tratando de refrescarla desesperadamente, bajo la tenue luz de un quinqué colgado de una también superflua lámpara de pared, pues hacía mucho que allí tampoco llegaba la luz eléctrica. Finalmente, viendo que no conseguía nada con aquel patético barreño de agua tibia, le puse una bata encima y resolví llevarla al hospital de Malabo, que se encontraba a un par de horas de distancia por una infame carretera.

La cargué como pude en el asiento trasero del Defender blanco, cuya portezuela ostentaba la pegatina azul de UNICEF, y apreté el acelerador, sabedora de que cada minuto que perdiera en la carretera podía ser vital para la supervivencia de la agonizante mujer. Tomé la carretera que parte desde Luba y que bordea la costa oeste de la isla. El sol ya se hundía en las aguas del golfo de Guinea, y a lo lejos se intuían las luces de las innumerables plataformas petrolíferas que habían brotado como humeantes setas marinas en los últimos años.

La carretera era extremadamente solitaria y las luces del vehículo se hacían cada vez más imprescindibles para seguir la sinuosa carretera o esquivar algún animal que hubiera decidido dormitar en medio de la misma. Los neumáticos del todoterreno chirriaban en las curvas asfaltadas, y en las que no, derrapaban peligrosamente; un par de veces estuve a punto de salirme de la carretera. Mientras tanto, la anciana hacía rato que había dejado de lamentarse, lo que definitivamente no era una buena señal.

De pronto, vi la luz de una linterna a un lado de la carretera apuntándome directamente y los faros del auto descubrieron un tronco cruzado en mitad de la calzada. Rápidamente intuí que era un asalto, un control militar o ambas cosas al mismo tiempo, cosa que solía ser lo habitual.

Frené el vehículo junto a la luz que no dejaba de deslumbrarme, consciente que ni con el todoterreno habría sido capaz de salvar el  obstáculo.

–¡Déjenme pasar! –grité desde la ventanilla–. ¡Llevo a una señora muy enferma!

La persona que manejaba la linterna no contestó. Se limitó a enfocar al interior del vehículo, donde doña Margarita temblaba encogida en el asiento.

–Documentación –dijo una voz autoritaria sin identificarse, pero que adiviné como la de un militar o un policía.

–¡Por favor! –insistí–. ¡No hay tiempo para eso! ¿No ve que la señora se está muriendo?

–Documentación –repitió la voz, esta vez en un tono más apremiante.

–¡Coño! ¡Me cago en la puta! ¡Aquí tiene mi jodida documentación! –Y al realizar el gesto maquinal de ir a abrir la mochila que siempre dejaba en el asiento de al lado, descubrí con un vuelco al corazón, que ésta aún debía de estar junto a la entrada de la casa, justo donde la había dejado al llegar.

Miré hacia la luz y, consciente de la vida que estaba en mis manos, decidí rebajar mi tono y tratar de salir de allí lo antes posible.

–Discúlpeme, al salir corriendo para ir al hospital he debido de dejarme el pasaporte y los permisos en casa. No los tengo aquí.

–Bájese del vehículo –fue la áspera respuesta que obtuve.

–Vamos a ver… –murmuré sin abrir aún la puerta del coche, tratando de solucionar aquella situación como fuera–. Sé que debería llevar toda la documentación conmigo y les pido disculpas por mi error, pero he de llegar al hospital de Malabo urgentemente; si no, esta señora morirá. Si quiere puedo dejarle mi reloj en garantía de que luego regresaré y le traeré todo lo que me pida; es un buen reloj, de más de cien euros –dije al tiempo que me lo quitaba de la muñeca y se lo alargaba a través de la ventanilla.

Una mano me lo arrancó bruscamente de entre los dedos y lo enfocó con la linterna, revelando el extremo de una manga de color verde militar. Y de nuevo, la luz me volvió a enfocar directamente a los ojos.

–¿Española? –preguntó la voz, casi como si fuera un insulto.

–Sí, española. Trabajo para la UNICEF realizando un estudio de campo sobre…

–Ya –me interrumpió–. Española. ¿Y adónde ha dicho que se dirige?

–¡Al hospital de Malabo! ¡Ya se lo he dicho antes! –repuse sin poder contener la impaciencia.

El hombre de la linterna enfocó otra vez al asiento de atrás, luego al maletero, a las siglas del costado del jeep, y de nuevo a mis ojos.

–Está bien –dijo con un tono en el que intuí un deje de burla–. Bájese del vehículo.

–Pero… –repliqué confusa– El reloj…

–Lo guardaremos como prueba –contestó sin disimular una risotada–. Ahora baje del auto o la bajaré yo mismo.

–Pero ¿de qué me acusa? ¿Por qué? ¿No ve que la señora necesita ayuda urgente?

En ese momento la puerta del vehículo se abrió violentamente. Un par de fuertes manos me arrancaron del asiento por el brazo y el pelo, y me lanzaron al suelo sin ningún miramiento.

Me golpeé con la puerta, y noté como un hilillo de sangre caliente brotaba de mi frente mientras, tirada en el pavimento, no podía creer lo que estaba pasando.

–¡Escúchenme! –alegué desesperadamente–. ¡No saben ustedes lo que están haciendo! ¡Soy una representante de la UNICEF y ciudadana española! ¡Si me lastiman o me retienen ilegalmente, sus superiores les cortarán los huevos! ¿Entienden lo que les digo?

No sé si lo entendieron, pero la respuesta llegó en forma de carcajadas procedentes de varios hombres que no se hallaban a la vista, e inesperadamente, surgida de la nada, una bota militar me golpeó brutalmente desde las sombras en un costado de la cabeza. Y perdí el conocimiento.

Capítulo 2

No recuerdo muy bien el momento en que abrí los ojos. Sé que había una pequeñísima ventana enrejada por la que se filtraba un timorato rayo de luz que se estampaba contra la sucia pared, como si también hubiera llegado a aquel sitio sin saber muy bien cómo e, igual que yo, ya no pudiera escapar.

Estaba en una celda. Una celda apestosa, húmeda, oscura y calurosa, aunque sería más exacto describirla simplemente como claustrofóbica. El pequeño habitáculo apenas me habría permitido tumbarme en el suelo y abrir los brazos sin tocar las paredes, unas paredes ennegrecidas por el moho en las que se apreciaba, al acercar la vista, el rastro de cientos de inscripciones, súplicas y quizá alguna despedida. Estaban escritas unas sobre otras; tal vez hubieran utilizado incluso las propias uñas. El hedor a heces y orines se superponía al del sudor, el cual a su vez se sumaba al de la humedad, haciendo de cada bocanada de aire una experiencia repugnante.

Lo que también recuerdo perfectamente es el dolor de cabeza. Un fortísimo dolor se concentraba en el punto en que aquella bota había impactado con mi cráneo… ¿cuándo, el día anterior? No tenía la menor idea de cuánto llevaba en aquel lugar. En realidad, no sabía nada de nada. Ni dónde estaba, ni por qué estaba allí encerrada, ni mucho menos lo que le había sucedido a doña Margarita. Recuerdo haberme incorporado apoyándome en las mugrientas paredes y haber gritado a la puerta metálica, y cómo el cerebro pareció estallarme al oír el eco de mi propia voz dentro de mi cabeza. Me recuerdo a mí misma golpeando inútilmente aquella oxidada puerta, dándole patadas con los pies descalzos, maldiciendo aquel trozo de hierro como si hubiera sido el directo responsable de aquella situación. Recuerdo el dolor. Recuerdo la desesperación. Sin duda, recuerdo más de lo que desearía.

Finalmente, me rendí al cansancio y a la evidencia de que, o nadie me oía, o a nadie le importaba lo que hiciera o dejara de hacer.

Desde la oscuridad de mi celda, trataba de prestar atención a cada ruido que se producía en el exterior, como si ello me confirmase que había alguien ahí fuera, y de algún modo, alimentaba la absurda esperanza de que se acordaran de mí. Durante las primeras horas de cautiverio no dejaba de animarme a mí misma imaginando que, en cualquier momento, se abriría aquella puerta metálica y aparecería un tipo trajeado pidiéndome disculpas por el malentendido, asegurándome entre reverencias que me podía ir cuando gustase. Desgraciadamente, esa ilusión iba perdiendo terreno a cada hora que pasaba entre aquellas sucias paredes; llevaba ya el suficiente tiempo en Guinea Ecuatorial para saber cómo funcionaban las cosas en ese desgraciado país. Pero no quería pensar en ello, pues si lo hacía caía en un estado de ansiedad y miedo tal que me temblaba todo el cuerpo y me asaltaban unas incontenibles ganas de vomitar.

Hacía ya unas cuantas semanas que había aterrizado en la recién estrenada terminal del aeropuerto de Malabo, y lo primero que vino a recibirme a la escalerilla del avión fue una ráfaga de aire caliente que, tras haber dejado Vitoria horas antes bajo un antipático cielo encapotado, se me antojó una bienvenida al paraíso.

Con el paso de los días descubrí que aquella primera bocanada de aire cálido, en realidad, provenía directamente del infierno.

En la opresiva celda, donde el tiempo parecía detenerse –un par de veces eché un vistazo de forma inconsciente a mi muñeca izquierda, donde ahora sólo había una franja de piel blanquecina– rememoré a mis padres mientras me despedían en el aeropuerto, abrazándome y rogándome al oído que tuviera mucho cuidado.

«Tranquilos –les respondí–. En Malabo me estará esperando un funcionario de UNICEF y tendré su apoyo mientras esté allí. Sólo voy a hacer un estudio sobre la población infantil en el área rural, y tengo un salvoconducto del gobierno guineano. ¿Qué me podría pasar?»

Casi se me escapa una áspera carcajada al acordarme de aquello.

Mientras resucitaba aquel instante, percibí que en el exterior estaba aumentando la actividad. Por los ecos de algunas voces que me llegaban, deduje que al otro lado de la minúscula ventana había una especie de patio. En él, algunos hombres daban voces imperativas mientras otras personas gemían y suplicaban clemencia en perfecto castellano. Debía de estar confinada en algún tipo de comisaría o recinto militar, y aquellos seguramente eran, como yo, hombres y mujeres reclusos. Quizá, también como yo, habían sido detenidos arbitrariamente y los habían traído a…

La puerta se abrió.

Protestando sobre sus goznes, la pesada puerta de hierro pareció bostezar hasta toparse con la pared de su derecha. Un rectángulo de difusa claridad me permitió entrever el perfil de un hombre bajo, gordo y tocado con lo que parecía una gorra militar.

Desconcertada, di un paso atrás. Llevaba horas deseando que se abriera aquella puerta pero, de pronto, sentí miedo, mucho miedo. Como un animal asustado en su madriguera, no quería salir de aquella celda, por muy repugnante que me resultara. Me fui contra la pared del fondo, tratando de que allí no me viera aquella sombría silueta en la que flameaban dos ojos amarillentos.

–Traedla –ordenó con voz ronca y autoritaria.

Entonces el hombre gordo se dio la vuelta y escapó de mi vista. Inmediatamente irrumpieron dos soldados más jóvenes que, sin ningún miramiento, me ataron las manos a la espalda con una brida de plástico, me agarraron cada uno de un brazo y me arrastraron por el suelo hasta sacarme de la celda. En lugar de darme la oportunidad de ponerme en pie, prefirieron llevarme por el suelo como si fuera un peso muerto, cosa que me produjo un dolor terrible en los codos, los hombros, los pies y el cuello.

–¡Por favor! –grité–. ¡Dejad que me levante, os lo suplico! ¡Me estáis haciendo mucho daño!

La única respuesta fue una risita malévola de ambos.

Al llegar al final del pasillo cruzamos una nueva puerta. Junto a ella, otro soldado, sentado en una silla, me dedicó una mirada que quise imaginar que era de compasión, aunque seguramente no era más que indiferencia. Al atravesar esta última puerta llegamos al patio que había imaginado. Estaba rodeado de muros altos y alambradas, y unos pequeños focos iluminaban desde lo alto una escena que, al principio, desde mi posición, con la cabeza torcida a un par de palmos sobre el suelo, fui incapaz de comprender; o quizá, simplemente, mi mente se negó a aceptarla. Varios soldados habían formado una especie de corrillo y jaleaban hacia el centro del mismo, donde dos cuerpos parecían luchar en el suelo. Hasta que no me llegó el aterrado grito de una mujer no comprendí lo que en realidad estaba viendo.

No pude evitar que se me escapara un grito de horror.

Acto seguido, uno de los soldados que me arrastraba descubrió que estaba mirando y agachó la cara hasta ponerla a mi altura, riendo lascivamente y mostrando una amarillenta hilera de sucios dientes.

–¿Te gusta, puta? Vamos a verlo más de cerca.

Mi temor se convirtió en pánico absoluto. Desesperadamente, traté de zafarme de aquellos dos hombres, revolviéndome en un inútil esfuerzo por ponerme en pie. Entonces, el soldado que me llevaba del brazo izquierdo, sin pensarlo dos veces, me dio una patada en la boca del estómago que me hizo vomitar bilis amarga.

Cruzamos el patio y el corro de ululantes soldados se apartó para que pudiera contemplar la terrible escena en primera fila. Colgada de los brazos de mis captores, me encontré frente a frente con el aterrorizado rostro de la mujer que estaba siendo violada. Un escalofrío me recorrió la columna al descubrir que la presunta mujer no era más que una pobre chiquilla de catorce o quince años. Los ojos parecían estar a punto de salírsele de las órbitas de puro miedo. Gritos suplicantes salían de su boca ensangrentada, y yo ni siquiera era capaz de sostener su mirada perdida y apartaba la vista de su indecible sufrimiento, mientras la forzaban brutalmente una y otra vez, desnuda, tirada en el sucio cemento del patio como una muñeca de trapo rota a manos de unos monstruos que no cesaban de patearla entre insultos y escupitajos. La habían mutilado cortándole parte de las orejas, marcándola como a una res, y en sus pechos pude ver pequeñas heridas abiertas alrededor de los pezones con la misma forma que habrían dejado unos dientes al morder la carne. Pero lo peor de todo, el indescriptible acto de inhumanidad que me acompañará el resto de mis noches de pesadillas, sucedió cuando uno de los que esperaban su turno para violarla sacó de su bolsillo trasero un vulgar tenedor, se agachó y, sin preámbulos, lo clavó salvajemente en la vagina de la muchacha, que gritó de dolor como nunca había oído antes gritar a nadie, entre las sádicas risas de sus violadores.

Yo también quise gritar, pero ningún sonido salió de mi garganta. Cerré los párpados con todas mis fuerzas, queriendo huir de aquella cacofonía de inhumanos alaridos de dolor y locura; pero aquellos horrendos aullidos taladraron mis tímpanos hasta lo más profundo de mi memoria, y los ojos de la desdichada, desquiciados por el dolor, se marcaron a fuego en mi retina como cicatrices que nunca desaparecerán.

Aunque estaba segura de ello, yo no fui la siguiente. Oí a los soldados discutir entre ellos acerca de lo que debían hacer conmigo, hasta que uno de los que me llevaba presa zanjó el asunto, aclarando que el capitán me estaba esperando en la sala de interrogatorios y que luego ya tendrían tiempo para disfrutar conmigo. De nuevo me vi arrastrada por el patio como un animal muerto. Después, alguien abrió una nueva puerta, entramos en una dependencia de la que sólo fui capaz de ver el suelo que se deslizaba frente a mi cara, y los dos soldados me levantaron en vilo para dejarme caer sobre una silla de madera clavada al suelo.

Vi que los dedos de mis pies descalzos sangraban a causa del violento trajín, y que una de las uñas de mi pie derecho había desaparecido y había sido sustituida por una superficie carnosa y sangrante. Me dolían terriblemente, quería apartar la vista de ellos, pero la patada que me habían propinado me había dejado sin aliento y era incapaz siquiera de levantar la cabeza.

Aún cabizbaja, oí como los soldados se retiraban y me dejaban sola en aquella habitación.

Si no hubiera estado sobrepasada por el dolor, quizá me habría alegrado al pensar que, al menos, todavía no iban a violarme.

Pasaron unos minutos y la puerta volvió a abrirse. Esta vez, un solo par de zapatos entró en la habitación. Sentí que daban una vuelta a mi alrededor parsimoniosamente, y vi como iban a detenerse justo enfrente. Dos relucientes zapatos negros que contrastaban con mis pies desnudos y cubiertos de sangre.

–Señorita Idoia –dijo la voz tosca del hombre que había ordenado que me llevaran allí–. Blanca Idoia.

Como pude, levanté la vista. Un inesperado destello de esperanza irrumpió en mi pecho al oír decir mi nombre.

–¡Sí! ¡Soy yo! –exclamé atropelladamente–. Soy una trabajadora de UNICEF, tengo un salvoconducto, soy española, se están equivocando de persona, yo sólo llevaba a una señora al hospital, yo…

–¡Cállese!

–Pero…

–¡Le he dicho que se calle! –repitió, levantándome la barbilla bruscamente–. Usted sólo hablará cuando yo se lo diga… si no quiere acabar como la mujer del patio.

El hombre me soltó la cara con un gesto de desprecio y fue a sentarse ante una ajada mesa de madera. Apenas conseguía mantener la cabeza erguida, pero pude distinguir a un militar de unos cincuenta años con una fea cicatriz en su mejilla izquierda que le atravesaba la cara desde el ojo hasta la mandíbula. Aparentaba leer algún documento que tenía sobre la mesa, y no fue hasta que pareció quedar satisfecho, tras casi diez minutos de un insoportable silencio sólo roto por los gritos de la desgraciada mujer que estaba siendo violada, que levantó la mirada y pareció reparar en que yo aún estaba allí.

–¿Qué hacía usted viajando sola, de noche, por una carretera restringida?

–¿Qué dice? No iba sola. Llevaba al hospital a la señora que me da alojamiento. Ahí debe constar, en ese informe que tiene delante.

–El informe no menciona que viajara nadie más en el vehículo –dijo, extendiendo las hojas sobre la mesa.

–¡Pero es cierto! ¡Doña Margarita iba tumbada en el asiento trasero temblando de fiebre!

–¿Me está llamando mentiroso? –preguntó con voz helada.

–No, no es eso… Quizá le han dado mal el informe…

–¿Entonces está llamando mentirosos a mis soldados?

–¡No estoy llamando mentiroso a nadie! ¡Sólo le estoy diciendo la verdad!

–Para averiguar la verdad, señorita Idoia, es para lo que estamos aquí. Así que dígame: ¿Por qué viajaba sola, de noche, por una carretera restringida?

Temí por la suerte de doña Margarita, pero en ese momento era yo quien estaba atada de manos en una sala de interrogatorios. Por ella ya no podía hacer nada, fuera lo que fuese lo que le había sucedido.

–¿Está pensando qué respuesta va a inventarse? –murmuró, sacándome de mis divagaciones.

–¿Qué? ¡No! ¡Le diré todo lo que quiera! ¡No tengo nada que ocultar!

–¿Está segura?

–¡Claro! Ya le he dicho que estoy en su país realizando un estudio para UNICEF. ¡No he hecho nada ilegal!

–Pues si no tiene nada que ocultar, ¿por qué viaja de noche y sin documentación?

–Por Dios… Ya le he explicado que llevaba a una señora muy enferma al hospital de Malabo, y la mochila donde llevo la documentación, con las prisas, se me olvidó en la casa de la señora.

El militar ojeó de nuevo el informe de su mesa.

–Ya –murmuró sin levantar la vista–. Un olvido muy conveniente.

–¿Qué quiere decir? ¡Es la verdad!

–¿La verdad? Entonces, explíqueme por qué ocultaba en su coche propaganda subversiva contra el gobierno de Guinea Ecuatorial.

–¿Propaganda subversiva? Pero ¿de qué coño habla?

Con toda la tranquilidad del mundo, el militar se levantó de su silla, rodeó la mesa, se situó frente a mí y con todas sus fuerzas me golpeó en la cara con el revés de su enorme manaza.

Me quedé noqueada durante un rato, incapaz de aceptar lo que estaba sucediendo.

–Bien, señorita Idoia –volvió a hablar aquella voz, pero ya muy lejana y mezclada con un zumbido–. Ahora que hemos establecido unas normas de respeto a la autoridad, le volveré a hacer la misma pregunta. ¿A quién llevaba esa propaganda? ¿Quién es su contacto?

–Le juro –balbucí, con el labio roto y sangrante– que no sé de qué propaganda me habla…

Esta vez, el puñetazo llegó del lado contrario, directo a la mandíbula. Creí que me la había roto al sentir el horrible crujido de huesos que acompañó al estallido de dolor.

–Mentir no la va a ayudar, y yo me puedo pasar así todo el día.

Traté de abrir la boca para responderle, pero el dolor fue tan intenso que sólo pude susurrar entre dientes.

–Yo… no…

Entonces me agarró del pelo, me echó brutalmente la cabeza hacia atrás y puso frente a mi vista mi viejo diario personal, el mismo que había traído a Guinea Ecuatorial y que creía haber perdido hacía unas semanas.

–¿Niega acaso que este cuaderno es suyo? Le recuerdo que lleva escrito su nombre en la tapa.

–¿Dónde…? –mascullé desconcertada.

–¿Dónde estaba? Pues debajo del asiento del copiloto, justo donde usted lo había escondido.

Los repetidos golpes en la cabeza tienen una virtud: impiden pensar con claridad. De no ser por ello me habría vuelto loca en ese mismo instante, convencida de que estaba inmersa en un sadomasoquista delirio kafkiano.

No sabía qué rebatir primero: si el hecho de que yo no había ocultado nada, o que aquello que catalogaba como propaganda subversiva no era más que mi pequeño diario. Aunque, quizá, negar cualquiera de las absurdas acusaciones sólo supondría más golpes y dolor.

–Mi diario… Es sólo mi diario…

El militar lo abrió por una página previamente marcada y leyó.

–«… El gobierno es un atajo de patéticos y desgraciados ladrones que roban sin ningún tipo de remordimiento el pan de la boca de los guineanos. Está apoyado en un ejército y una policía de los que lo mejor que se podría decir de ellos es que son unos auténticos hijos de puta sanguinarios que no responden a ninguna ley ni justicia que no sea la dictada por sus depravados instintos…»

Cerró la libreta de un golpe y me la paseó frente a la cara.

–¿Quiere que siga leyendo?

No sabía qué decir. Estaba aterrorizada. Obviamente, esas eran mis palabras, pero pretender defenderme de cualquier modo sólo hubiera supuesto dolor, más dolor como el que se clavaba en cada una de mis terminaciones nerviosas y me mantenía paralizada.

Y simplemente, negué con la cabeza.

–Veo que nos vamos entendiendo… Ahora, explíqueme quién es su contacto.

La cabeza me daba vueltas. No podía pensar. No podía defenderme y no podía confesar nada porque no había nada que confesar.

–Mi diario… –oí que alguien decía a través de mi boca–. No es propaganda… Es mi diario… Yo no he hecho nada…

–Señorita Idoia, me defrauda usted. Pensaba que ya había comprendido su situación, pero veo que me equivocaba. Me obliga a hacer cosas que no le van a gustar…

Esto último sonó terriblemente en boca de aquel brutal hombre.

–Desnúdese.

–No, por favor…

–Entonces dígame lo que quiero oír.

–Pero es verdad… Yo no iba a ver a nadie… No tengo nada que esconder… –Tuve que escupir la sangre que me llenaba la boca–. Se lo juro…

–Está usted acabando con mi paciencia, señorita. Deje de mentir. Alguien que no tiene nada que ocultar no trata de sobornar a un oficial en un control de carretera.

–¿Sobornar? –Caí en la cuenta de a qué se refería al recordar mi vacía muñeca izquierda.

Era una locura, pero desde su macabra lógica, las supuestas pruebas me señalaban como culpable. Mi aturdimiento crecía a cada momento que pasaba.

–Además –dijo el militar, sacándome del marasmo–, en esta libreta está su dirección. Y si no leo mal, aquí dice que usted es del País Vasco, ¿no?

–Sí, de Vitoria –contesté, aún más desorientada por la pregunta, si cabe.

–Como los terroristas de la ETA. ¿Me equivoco?

Ahí me di cuenta de que estaba tratando con un hijo de puta ignorante, que es la peor especie de hijos de puta.

–¿Qué quiere decir con eso? ¿No estará insinuando –pregunté, sacando fuerzas de mi incredulidad– que por ser vasca, soy una terrorista?

–Para mí, es evidente. Es usted una espía de la ETA enviada por el gobierno español para derrocar al gobierno soberano de Guinea Ecuatorial.

En mi vida creí que podría llegar a escuchar algo tan demencial como aquello. En otras circunstancias me habría muerto de la risa ante aquella acusación surrealista, pero tan sólo fui capaz de articular tres palabras, de las cuales me arrepentí al instante.

–Está usted loco…

Inevitablemente, un nuevo puñetazo surcó el aire y fue a impactar contra mi estómago, haciéndome caer de la silla entre espasmos de dolor. Entonces, la suela de un zapato me apretó el cuello sin misericordia, asfixiándome y casi haciéndome perder el conocimiento. Con las manos atadas a la espalda no podía hacer nada por liberarme, y pensé que iba a morir allí, en el mugriento suelo de una cárcel guineana, estrangulada por el zapato de un militar que creía que la ETA era el servicio secreto del ejecutivo español.

Pero cuando ya me daba por muerta, inesperadamente, la presión en el cuello desapareció y pude tomar aire de nuevo. Boqueé desesperadamente, casi agradecida a aquel monstruo por el gesto de misericordia.

–Yo –atiné a decir, en cuanto tuve resuello para hablar– confesaré lo que usted quiera… pero no sé qué decir…

El militar acercó su cara a la mía, haciéndome respirar una asquerosa halitosis de carne podrida.

–Por eso no se preocupe, señorita Idoia. Tengo su confesión ya redactada en mi mesa. Sólo necesito que la firme.

Capítulo 3

Llamar juicio a los escasos diez minutos en los que me hicieron estar de pie en un sucio cuartucho frente a un tipo con toga sería una broma de mal gusto. Sin abogado defensor, sin derecho a hablar y con una confesión firmada bajo tortura en la que no tenía idea de lo que había escrito en ella, las opciones de quedar exculpada de las demenciales acusaciones de las que era objeto eran más bien escasas.

Atrincherada en un abatido estoicismo, escuchaba como el juez, en su pluriempleo como fiscal, leía el pliego de acusaciones y acto seguido me declaraba culpable de los cargos de incitación a la revuelta, espionaje, agresión –debí lastimarle los puños al militar del interrogatorio–, desacato a la autoridad, intento de soborno y, como broche final, conspiración para asesinar al presidente Teodoro Obiang Nguema. Total, veinte años de prisión sin posibilidad de fianza ni recurso.

Si no hubiera estado tan aturdida y aún en estado de shock por los hechos del día anterior, quizá me habría derrumbado allí mismo y suplicado clemencia; pero me hallaba como en una nube. Miraba hacia abajo a una mujer parecida a mí a la que prácticamente habían condenado a muerte. Me daba pena aquella mujer, eso es cierto, pero no asumía ni de lejos que era yo quien posiblemente no volvería de nuevo a mi Vitoria natal y moriría en una infecta cárcel guineana, ya fuera a manos de los guardias, de la malaria o del hambre.

Al menos –divagué–, ya no tenía las manos atadas y podía frotarme la infinidad de magulladuras que marcaban mi cuerpo. La mandíbula, a fin de cuentas, no llegó a romperse, y de nuevo en mi celda me entretuve en limpiar con saliva la sangre seca de mis pies, rodillas y cara. Me encontraba extrañamente tranquila, quizá por saber que la tortura ya había terminado, o porque ya no tenía que preocuparme por nada. La suerte estaba echada y había salido cruz. Ojalá hubiera sido más creyente para poder encomendar mi alma a Dios, pero a esas alturas de la película llevaba demasiadas blasfemias en el haber como para que el amigo de ahí arriba se molestara en echarme un cable; si es que él mismo no estaba desquitándose personalmente por haber mentado con tanta frecuencia a su familia.

Con la caída de la tarde –lo sabía por ese difuminado rayo de luz que entraba por el ventanuco– comenzó de nuevo la actividad en el patio, y de nuevo la puerta de mi celda se abrió quejumbrosamente. Un par de soldados diferentes a los del día anterior penetraron en ella. Uno de ellos, también como el día anterior, portaba una brida de plástico para esposarme, aunque esta vez tuve los reflejos de juntar las muñecas delante de mí y tratar así de que no me ataran las manos a la espalda. Se miraron entre ellos durante un segundo y, después de sopesar las pocas posibilidades que tenía de escapar, me maniataron por delante y me sacaron al patio.

Allí un grupo de hombres aguardaban en el suelo, sentados. Me vino a la memoria la terrible escena que presencié el día anterior y me quedé petrificada al sospechar que yo podía ser la siguiente. Di un paso atrás, pero los soldados que me custodiaban me empujaron hasta el lugar donde los demás esperaban y me hicieron sentar a mí también. Descubrí en ese momento que todos ellos, como yo, llevaban las manos atadas con las mismas bridas de plástico blancas. Todos éramos prisioneros. La pregunta era: ¿qué hacíamos allí? Un fúnebre silencio envolvía a aquellos veinticinco o treinta hombres, entre los que yo era la única mujer. Había entre ellos algunos ancianos, niños de poco más de catorce años y una mayoría de adultos. Casi todos aparecían cubiertos de sangre seca y miraban al suelo sin atreverse a levantar la vista. Entre todos ellos destacaba uno muy grande y fornido que, desafiante, mantenía la frente alta y no dejaba de mirar a los guardias que nos rodeaban con toda la furia contenida que despedía su único ojo sano, pues el otro estaba tan hinchado que probablemente no veía nada con él.

Al cabo de unos diez minutos, la respuesta a qué hacíamos allí reunidos llegó en forma de camión de transporte militar. Al mismo tiempo, el oficial que me había torturado el día anterior apareció desde una de las puertas laterales del patio. Traté de esconderme como un avestruz cuando pasó por mi lado, aunque ni siquiera pareció reparar en mí.

–¡Subidlos al camión! –ordenó.

Entonces, los guardias nos hicieron levantar a patadas y nos empujaron hasta el vehículo. Por haber llegado la última, fui también casi la última en subir, seguida por el goliat del ojo hinchado. El camión ya estaba lleno y apenas pude encajarme entre el resto de los prisioneros y girarme para mirar hacia atrás. Los soldados trataron de cerrar la compuerta del camión, pero era tal la masa humana dentro del mismo que les resultó imposible hacerlo.

–Mi capitán –advirtió uno de los soldados–, está demasiado cargado. No podemos cerrar la puerta.

El capitán (o sea, el cabrón del interrogatorio) se acercó a la parte trasera y, tras haber evaluado la situación, se dirigió al hombretón que estaba justo entre la portezuela y yo.

–A ver, tú –dijo–. Baja un momento del camión.

El musculoso gigante, sin perder la altivez, dio un poderoso salto y fue a caer casi frente a las narices del torturador, que a su lado parecía un enano gordinflón disfrazado de oficial.

Y sin previo aviso, antes de que nadie pudiera percatarse de lo que pasaba, el enano gordinflón sacó su pistola del cinto y le descerrajó un tiro en la frente al prisionero. El hombre cayó de espaldas. La cabeza destrozada desparramó sangre y sesos por el sucio suelo del patio.

–¡Eso le pasa por haber comido tanto! –se burló, aún con la pistola humeante y el rostro salpicado de sangre. El resto de la tropa le rió la gracia como si aquel fuera el mejor chiste que habían oído en su vida.

Yo estaba tan aterrorizada que no pude ni gritar. Ya había averiguado aquella misma mañana que la justicia no existe en Guinea Ecuatorial, pero en aquel momento acababa de ver ante mis ojos cómo una vida humana no tenía el más mínimo valor. Todos los de aquel camión estábamos en las sádicas manos de asesinos que no dudaban en apretar el gatillo por puro capricho. A mi espalda apenas corrió un murmullo de espanto; nadie se atrevió a decir siquiera una palabra, temerosos de llamar la atención.

Finalmente, a empujones, consiguieron cerrar la puerta de madera y el camión arrancó con destino desconocido.

Ya era de noche cuando cruzamos una población grande, que sin duda debía de ser Malabo. Por los espacios que quedaban entre los maderos de la puerta entreveía las luces de las casas, cuya claridad reflejaba de vez en cuando a algún viandante. Tenía ganas de gritar que me ayudaran, que llamaran a la embajada española, lo que fuera. Pero el terror me tenía amordazada y, además, intuía que no lograría nada; como mucho, que al llegar al destino me propinaran una paliza, o algo peor.

Al cabo de unos minutos abandonamos la ciudad y nos internamos por una carretera, quizá –pensé– la misma que conducía al lugar que había sido mi hogar durante los dos meses anteriores.

El camión no dejaba de dar saltos debido al mal estado del pavimento, pero estábamos tan aplastados los unos contra los otros que era imposible que nadie cayese al suelo. El escaso aire que penetraba entre los tablones del camión, caliente y denso, hedía a miedo y apenas permitía respirar. Temía que si el trayecto duraba mucho probablemente acabara desmayándome.

–¿Sabe alguien adónde nos llevan? –pregunté entonces al silencio que me rodeaba.

–A la prisión de Black Beach –contestó alguien, atrás a mi derecha–. Es la única de la isla.

–Creo que no, amigo –dijo otra voz–. Black Beach está saturada. Hace semanas que no meten allí a nadie más.

Y mientras intentaba imaginarme cómo tendría que estar una cárcel africana para que la consideraran saturada, una voz de chiquillo preguntó, temerosa:

–Entonces… ¿adónde nos llevan?

Nadie contestó aquella pregunta, pero oí como alguien le susurraba al muchacho:

–Tranquilo, hijo, tranquilo.

Un pesado silencio invadió a mis compañeros de desgracia que, como corderos resignados camino del matadero, con la cabeza gacha, parecían ensimismados en recuerdos de días más felices; seguramente trataban de evadirse a través de ellos y quizá despedirse de algún modo de los seres queridos que jamás iban a volver a ver. Mientras tanto, encajonada entre todos ellos, yo seguía tan abrumada por la situación que tardé varios minutos en comprender el significado de aquellas últimas palabras: en realidad no nos dirigíamos a la cárcel, sino a un destino más funesto. Pero lo más extraño es que ni siquiera me asusté. Simplemente, me abandoné a la misma apatía desesperada a la que se habían abandonado los reos de aquel camión.

Continuamos dando saltos en silencio durante más de media hora y, ya fuera por el exagerado traqueteo o por la presión de los cuerpos, de repente, como sólo sucede en las películas más inverosímiles, la hoja derecha de la puerta de carga, justo la que quedaba frente a mí, rompió sus bisagras con un seco crujido y fue engullida por la oscuridad que dejábamos atrás.

Durante un par de segundos nadie se movió, incrédulos todos de que aquello hubiera sucedido realmente. Entonces alguien gritó algo a mi espalda, y me vi empujada desde atrás, cayendo del camión en marcha al tiempo que los otros presos se lanzaban sin titubeos a la noche y la libertad.

Gracias a que llevaba las manos atadas al frente pude protegerme la cara en la caída, y aunque me golpeé fuertemente en el hombro al impactar contra la carretera, estaba tan aturdida que no llegué a sentir dolor.

Levanté la cabeza tratando de incorporarme, y vi con espanto como se encendían las luces de freno del camión al detenerse a unas pocas decenas de metros de donde yo estaba. Miré alrededor, buscando adónde ir, pero las sombras me rodeaban por todos lados y estaba paralizada por la indecisión. Oí como las portezuelas del camión chirriaban y, al cabo de un segundo, el tableteo de una ametralladora hendió la noche. Apenas me hube incorporado, me tuve que lanzar al suelo de nuevo al percibir como las balas silbaban sobre mi cabeza.

Entonces, surgida de la oscuridad, una fuerte mano me agarró del brazo y me elevó en el aire.

–¡Levántese! –me gritó al oído–. ¡Si se queda aquí la matarán!

Y sin voluntad propia, dejándome guiar por aquella mano que no me soltaba, me puse en pie y empecé a correr sumergiéndome en las tinieblas.


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